Cine – 5 putas sobre arena

Por: Tomás Niño 

Sobre el río Nevá en San Petersburgo, Rusia, se encuentra un pequeño islote llamado la fortaleza de Pedro y Pablo. En uno de los pequeños puentes que la conectan con tierra firme hay un conejo de metal sobre una plataforma de madera. Los locales muchas veces se acercan a arrojarle monedas como tradición y lo hacen, en algunas ocasiones, para pedir por un invierno menos inclemente. Hablar de calor es imposible de hacer sin mencionar el frío y en esta ocasión, uno a estos dos estados para hablar de cine, mar y arena.

Los lugares y locaciones siempre son escogidos por una razón dentro de las películas, cargan una energía particular y un simbolismo inherente al relato o al personaje, además crean un juego fantástico con el espectador y su imaginario, de ahí la fantasía del scouting de locaciones para un filme. No profundizando en el tema llego a mi primera puta, Los 400 Golpes de François Truffaut.

Los 400 golpes

Puede que la película no se desarrolle en el mar pero su escena final le da un puesto en el reino del océano. Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) después de haber vivido una insoportable secuencia de eventos cruelmente humanos, se choca contra el mar como último recurso. Ahí, en medio de lo profunda que puede ser la vista de una playa, Antoine nos deja una leve sensación esperanzadora pero contrastada con la fuerza de una barrera imposible de traspasar como lo es el mar.

Como las montañas, el océano se puede convertir en una jaula que nos encierra. Las paredes no son los únicos muros que nos privan de libertad aunque son una constante. Salto a mi segunda puta, Interiores de Woody Allen. Los contrastes se sienten en esta película desde un comienzo. Con un juego de tiempos envidiable y con un diálogo que hace referencia al palacio de hielo en que viven sus personajes, el mar y la playa hacen referencia a un pasado mejor y se vuelve una constante comparación entre la vida y la muerte de una hermosa casa con interiores elegantemente marchitos.

Interiores

Son muchos los significados y valores que le podemos entregar a un lugar, tan distintos como cada persona hay en el planeta. El mar es de respeto, dicen los abuelos y por algo lo dirán. El hombre ha tratado de conquistar el océano pero creo que son más las guerras ganadas por Poseidón que por los humanos, sin embargo los mortales tienen algunas batallas ganadas: “al hombre se le puede destruir, pero no derrotar”. Dejar de pensar en Hemingway durante su época de residencia en Cuba y en su obra El viejo y el mar podría considerarse pecado en este caso. Mi tercera puta tiene el nombre homónimo de la obra y a pesar de que se han hecho múltiples adaptaciones, la que reseño es la dirigida por John Sturges.

Comparar un libro con una película siempre me ha parecido injusto, la mejor dirección está en la mente de cada quién. Obviando la comparación, resalto una maravillosa banda sonora compuesta por Dimitri Tiomkin, acompañada por la hermosa lucha del Viejo (Spencer Tracy) en medio de la soledad y una vida salvaje en el mar que le entrega alientos a un hombre que nunca debió estar solo.

Nunca podría considerarse un estado relativo, al igual que el siempre, ya que para muchos a todo le llega su fin. A pesar de esto en algunos casos existen excepciones y para mí es el amor. Como cuarta mujer de compañía entrego a Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu. El filme cuenta la historia de una pareja de viejos que son rechazados por sus primogénitos y en algún momento enviados a un balneario por sus despreciables hijos. En medio de la melancolía de la pareja causada por el desapego de su familia y de una situación más que incómoda en la que tienen que vivir dentro de aquel balneario de mala muerte, los viejos se encuentran en el malecón de la playa, sentados, observando el mar y entregándose a un amor eterno e intocable en donde el siempre se hace eternidad.

Cuentos de Tokio

El amor se ha relacionado con los lugares y con los destinos al pasar de la historia. Las lunas de miel son un comprobante espacial de los sentimientos de una pareja; los restaurantes pequeños, acompañados de vino y una luz tenue (resumiendo en clichés) son la experimentación del amor que se hace real; la playa puede ser ese destino de escape donde el amor se encuentra. Así sucede en Moonrise Kingdom de Wes Anderson, mi quinta y última cortesana. Alejándonos de la estética de Anderson, el amor particular, adolescente, absurdo e intenso entre Sam (Jared Gilman) Y Suzy (Kara Hayward) se establece en el antiguo sendero Chickasaw, una playa única para los chicos, bajo un diálogo cómico y delirante. El mar y la arena se transforman en un personaje y en su hogar.

Moonrise Kingdom

Hay dos imágenes que a un niño suelen impactar pero que su cabeza no siempre logra archivar: la primera vez que ve el mar y la primera vez que entra en una sala de cine. Su expresión es maravillosa, de asombro y confusión. Al pasar el tiempo tratará de atesorar esos espacios como suyos pero tendrá que aceptar que nunca le pertenecerán solo a él, son lugares tan maravillosos que tienen que ser de todos. Con confusión, entenderá el dolor de una figura que entrega vida y comprenderá que como a las personas, las películas se ven de distintos ángulos. El cine y el mar son un maravilloso regalo de perspectiva.

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