Por: Joseph Llano Follow @aedeanllano
Todos los días, en el mundo florecen las semillas de nuevas creaciones, de nuevos seres, arriesgados y movidos bajo su deseo artístico de hacer música. Detrás de figuras que son adoración para muchos, hay un engranaje, pieza clave para la existencia de las obras más admiradas a lo largo de la historia. Ese engranaje funciona como cientos de fichas de dominó que empujan a las otras, ese dominó no es más que la figura del descubrimiento, el encanto y el deseo.
Cuando El Voyager salió de viaje, llevó con él más de una hora de música. Cuando El Voyager fue cargado con dichos sonidos, no discriminó entre música clásica, sesentera, los congos africanos, las flautas indígenas y los instrumentos primitivos procedentes de una humanidad cuyo alrededor siempre ha estado determinado por los cantos del ruiseñor, el grito de los polluelos al nacer, el ritmo con que las crías de elefantes son guiadas por el desierto. El Voyager solo puede definir la naturaleza del deseo humano, de la genética cultural y de los pálpitos armónicos que dieron vida enfrentando desde su nacimiento a un nuevo ser, un ser que siempre se enfrentó a una multiplicidad de formas nuevas.
Cada arrullo, ronda infantil y nueva canción de la radio representa una nueva experiencia para aquel que la oye, en un mismo sonido no hay solo una canción, hay miles. Ese sonido está asociado a una experiencia que fluye, como la vida y ha construido en el individuo una serie de emociones. Cada vez que oyó Chopin, Johnny Cash, Los Beattles, Ray Charles, Aretha Franklin, no dejó de oír música nueva. Era nueva, nunca la había oído.
Así un amigo me decía, yo no suelo oír música nueva, yo le respondía: – Si, si lo haces, cada vez que oyes una canción que no habías oído antes oyes música nueva. Es el ciclo de la vida, oír lo que la cultura, los medios y tu deseo te permiten. Pero siempre habrá algo que defina el comportamiento humano, las ganas de oír todo lo que se pueda, de probar cuanta sensación exista, tener por la boca miles de sabores. Ese comportamiento se conserva cuando aún se es niño, cuando las ganas de entrar en el umbral de lo desconocido priman sobre el raciocinio y la crianza.
¡Qué lindo es dejarse guiar! Poder quedar a la espera de ver mil cosas, de encontrar la puerta de acceso a miles de formas de placer. ¡Qué lindo es poder escuchar nueva música! Tan lindo, como si solo fuera reflejo del manejo del destino.